Las nuevas estrategias del sector del lujo para vender sus productos

Hasta finales de los noventa se consumían ciertos bienes para demostrar la pertenencia a una determinada clase social. Pero esta realidad ha comenzado a diluirse. El número de ricos aumenta constantemente, y aunque un bolso de Chanel sigue siendo un lujo que solo puede permitirse una minoría, esta resulta cada vez más grande, logrando que en determinados círculos ese bolso se convierta en algo común y deje de ser una manera de distinguirse.

Las iniciativas de diversificación de las marcas de lujo son cada día  una parte más importante de su negocio. Una empresa, al diversificar, es consciente de que su marca es su mejor garantía. En todo proceso de diversificación, las empresas aprovechan plenamente sus recursos productivos.

Hoy, cualquiera que tenga mil euros —y que decida invertirlos de esta manera— puede comprarse una joya de Bulgari, pero la boutique solo cierra sus puertas para celebrar el cumpleaños —sorpresa— de un grupo muy reducido de clientas, y es que la marca está consciente de que la experiencia constituyen un contenido sugerente y de largo recorrido en las redes sociales

Junto con Armani, la firma de joyería Bulgari, fue la primera en crear una pequeña cadena de hoteles con su nombre. Ahora, Elie Saab planea desarrollar la suya través de su colaboración con la constructora Emaar.

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El empresario y diseñador americano Ralph Lauren abrió su restaurante en New York: The Polo Bar, y lo ha hecho tomando en cuenta su compromiso de la imagen, la organización, su nicho de mercado y, por supuesto, su  conocimiento del cliente. El empresario sigue así diseñando un estilo de vida y un concepto destinado a  ese grupo de gente que, como él define, hay en todos los países y que tiene clase, elegancia y aire internacional.

The Polo Bar recoge la filosofía, estilo y personalidad de la marca. Mantiene la singularidad de la casa para conquistar a esa base de los consumidores del nuevo producto  que surgirán de los clientes más fieles de la firma. Y habrá asegurado  los mismos estándares de calidad de la firma.

El profesor Joseph Pine, experto en mercadotecnia, considera que crear espacios exclusivos es la herramienta de promoción importante. Los hoteles, por ejemplo, no solo permiten experimentar la marca y sus valores a través de su arquitectura, muebles, spas y productos de cosmética, sino que constituyen una actividad rentable en sí misma. “Las marcas ganan dinero, por eso, recomiendo a las compañías que trasladen parte del presupuesto de publicidad a este tipo de experiencias de marketing”, aconseja el experto.

Gucci abrió el año pasado un restaurante en Florencia de la mano del chef Massimo Bottura; Prada tiene una pastelería en Milán, y ­Tiffany, un café en su tienda de Nueva York. Dentro de esta tendencia, las boutiques comienzan a evolucionar más allá del simple espacio comercial.

Alexander McQueen inaugurará en Londres una galería de arte. Hedi Slimane, nuevo director creativo de Celine, prepara un ambicioso proyecto para llevar obras de arte contemporáneo a sus puntos de venta. Y la tienda Cartier, en Madrid, tendrá un espacio donde se organizarán pequeños conciertos. “Se trata de convertir el momento de la compra en el más memorable posible, y la identidad de Cartier debe estar presente en cada detalle: en todo lo que puedes ver, tocar y oír”, explica Pierre Rainero, director de imagen, estilo y patrimonio de la marca Cartier.

La socióloga Muñoz-Rojas, sostiene que al dotarse de otros contenidos, el punto de venta físico aumenta la distancia que ya existía “entre el consumo offline y online, entre comprar como tarea y como recreación”. Irónicamente, las experiencias constituyen también un contenido más sugerente tal como apunta Muñoz-Rojas. “Un bolso nuevo representa una foto”, pero ver ‘dar like’ a Virgil Abloh mientras presenta su última colección de bolsos para Louis Vuitton es un cinefórum de Stories, argumenta. Y en la era de Instagram, esa cualidad puede ser la diferencia entre el éxito y el fracaso de una marca”.

Aunque, por otro lado, en esta época hipertecnológica, el contacto humano se está convirtiendo en el nuevo y verdadero lujo.

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Comprar una pieza de alta joyería representa un momento lo suficientemente único para ser recordado toda la vida. Pero para los consumidores habituales de este tipo de productos, un collar de diamantes, esmeraldas… ya no es suficiente. Necesitan más. Y no se trata de quilates, precisamente. Quieren vivir y no solo poseer el lujo. Por eso, Cartier reúne cada verano a sus 400 mejores clientes y los agasaja como a jeques (muchos lo son) cerrando para ellos el Cour Carrée del palacio del Louvre o una isla privada en Nueva York.

Hace algunos meses, Bulgari abrió para los suyos el Museo del Prado durante una noche y, luego, trajo desde Nueva York a Michael Hermann, responsable de la Fundación Andy Warhol, para que dictara una charla sobre la relación entre el artista y la joyería en su boutique. Son solo dos ejemplos de lo que se ha dado en llamar lujo experiencial, un segmento que engloba tanto a hoteles, viajes y restaurantes como a todos los eventos y actividades con los que las firmas arropan el acto de la compra. La importancia de esta división de negocio crece exponencialmente y se vislumbra como salvavidas de la convulsa industria de alta gama.

Lo confirma la frase de Bernard Arnault, propietario del conglomerado de empresas de lujo LVMH. “El futuro no está solo en los objetos, como ha sucedido hasta ahora, sino en las experiencias”.

En poco tiempo las marcas tradicionales como Dior o Saint Laurent terminarán vendiendo más vivencias que objetos. Es lo que el consumidor demanda. Y lo que les va a permitir seguir creciendo. Pero sobre todo, y de forma inmediata, venderán sus bolsos, zapatos y vestidos a través de experiencias.

“Renunciar al aura premium que generan estos eventos significa reducir tu marca a una colección de objetos que el comprador, a través de outlets y plataformas online, va a intentar conseguir al precio más barato posible”, sentencia Joseph Pine, profesor de la Universidad de Columbia y autor de la obra seminal sobre esta tendencia The Experience Economy.

Algo parecido debió pensar el diseñador libanés Elie Saab cuando, tras extender su firma a una exitosa línea de perfumería y gafas, decidió asociarse con el grupo Emaar, constructor del Burj Khalifa — el rascacielos más alto del mundo—, para desarrollar el interiorismo de un complejo residencial en Dubái.

Su estrategia cobra sentido al contemplar a las invitadas a su cena de gala. Vestidas sin excepción de alta costura —con piezas que cuestan decenas de miles de euros— y cubiertas de esmeraldas, resulta obvio que el único capricho que queda sin satisfacer es el que aún no existe. En este caso, disfrutar una casa firmada por el libanés. La experiencia se convierte, de esta forma, en la nueva frontera del estatus. La relevancia social deja de medirse solo en términos de patrimonio y posesiones, y empieza a quedar determinada por los lugares a los que se ha tenido acceso, con quién se ha estado y qué se ha hecho.