Napoleón

Mi padre fue bautizado con el nombre de Napoleón, para recordar al  francés, Napoleón Bonaparte, considerado por muchos analistas como uno de los mayores genios militares de la historia. De niña, mi abuelo me contaba que hasta La Penda, un humilde pueblecito que pertenece a la provincia La Vega, llegaban, de boca en boca, los relatos de las exitosas proezas bélicas que Napoleón, gracias a su extraordinario talento y capacidad de trabajo, realizaba en Europa durante la Revolución Francesa. Es de esperarse, que sin los medios para comprobar la veracidad de los hechos, las informaciones terminaban carentes de objetividad.

Mi abuelo, un comerciante de tabaco que no había tenido la oportunidad de viajar, estaba fascinado con todo lo que escuchaba, y alimentaba su deseo de conocer cada vez más sobre Napoleón Bonaparte, reinventando escenas de un héroe a quien solo culpaba de creer y luchar apasionadamente por sus ideales. El nombre de Napoleón estaba rodeado de tantas leyendas que era difícil separar la realidad de la ficción. Mi abuelo, como si lo conociera de siempre, se refería a él con gran admiración y constantemente sostenía que “poseía conocimientos militares extraordinarios y que era el mejor planificador en el campo de batalla”.

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Con tanta influencia e inspiración a su alrededor, no es asombrar que siendo muy joven mi padre decidiera hacer carrera militar. Recuerdo haber visto, colgadas en un lugar privilegiado de la sala, sus fotografías uniformado frente a un tanque de guerra. Erguido, orgulloso y con un brillo especial en sus hermosos ojos verdes.

En su momento Bonaparte tomó el control de casi toda Europa Occidental y Central mediante una serie de conquistas y alianzas, a mi padre le bastó conquistar a mi madre para olvidarse de la adrenalina militar y dedicarse a una vida que le permitiera disfrutar de más tiempo con su familia, aun en contra de los deseos de mi abuelo que seguía atado a aquel victorioso Napoleón de quien dejó de hablar cuando, pasados sus 80 y tantos años, el tiempo se adueñó de su memoria.

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Estando en Paris, casi intuitivamente llegué al Museo del Ejército, un majestuoso edificio que conserva una de las colecciones de objetos militares más grandes del mundo. El inmueble se levanta en pleno Hotel Nacional de Los Inválidos, un complejo arquitectónico patrimonial creado por Luis XIV, en 1670, para acoger a los soldados de retiro o heridos en combate, lo que constituye un prestigioso marco para el museo.

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Quizá por el invierno, los pasillos lucían vacíos, al parecer no es un lugar muy visitado por los turistas, aunque es uno de los más emblemáticos de París. Una sensación inexplicable, que me conectaba con mi infancia y nada tenía que ver con Napoleón Bonaparte, recorría mi ser mientras paseaba las salas que muestran la historia militar francesa desde la Edad Media hasta el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Casi medio millón de piezas: armas, armaduras, trozos de artillería, cañones de bronce, mapas y emblemas, muestran la evolución de los equipos, uniformes y técnicas militares de la época.

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Una cripta circular situada bajo la gran cúpula de la iglesia Los Inválidos, con más de 12 kilos de oro de 24 quilates, acoge los restos mortales de Napoleón Bonaparte. En su interior está el sarcófago diseñado por Louis Visconti, es de pórfido rojo, una roca de origen volcánico procedente de Rusia y descansa sobre una base de granito verde, ocupando el centro de un círculo de laureles que rememora con inscripciones sus victorias. Rodeando la cripta, una docena de estatuas representan sus campañas militares más relevantes.

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Para hacerlo más extraordinario, contiene seis féretros sucesivos: el más interior es de una lámina de acero recubierta de estaño, el segundo de caoba, el tercero y el cuarto de plomo, el quinto de madera de ébano y el ultimo de roble. Por su estratégica ubicación, para observarlo debes hacer una especie de ‘reverencia’ a Napoleón Bonaparte.

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Allí, de pie, recordé a mi abuelo mientras observaba detenidamente aquel féretro que, aunque impresionante, no dejaba de ser frio y distante. Cuanto hubiese deseado haber compartido con él ese significativo momento frente a los restos del hombre que tanto admiró, y reír a carcajadas al final de algún relato, como cuando era una niña.

Pero el tiempo pasa y solo deja los recuerdos…